La sombra del avellano.

Sólo era una sombra bajo la plata que se filtraba entre las hojas, negras en la noche, de la vieja castañal. De pie en silencio. La niña había acabado acostumbrándose y cuando se despertaba por la noche miraba por la ventana -¡la cantidad de broncas que se había llevado por ello!-. Día tras día, año tras año estaba allí cuando no había nadie. Pareció disminuir cuando instalaron las farolas, aunque aquel recodo seguía en sombra, recordaba que parecía temblar el año en que rodearon la vieja castañal con aquel camino empedrado para que la gente pudiera rodearla y admirar su majestuosidad, como cuando ella estaba esperando algo.

Una noche, con la luna más allá de las peñas no supo porqué, pero salió. Nunca se había movido tan sigilosamente; las escaleras de madera, que siempre chirriaban, se mantuvieron en silencio. Esperaba encontrar la cuadra trancada, igual que pechaban la puerta por la noche… pero no.

El viejo portón de roble claveteado se abrió con suavidad. Nunca había entendido porqué el resto de la casa crujía y chirriaba con cada paso mientras que aquellos portones se movían como si alguien los aceitara cada noche, incluso en pleno invierno. El paso estaba abierto y era demasiado tentador. Salió con un estremecimiento, el de hacer algo prohibido. Las luciérnagas iluminaban con su luz fantasmal, pero que fue suficiente en breves momentos.

La canción de la noche era intoxicante, nunca la había oído así. El reguero, siempre igual y nunca repetido, chicharras, grillos y buhos; el chotacabras lejos, en el blanco resto de la vieja nogal más allá del camino. Un perro aullando lejos, recordando vagamente en alguna parte de su memoria cuando cantaba con su manada en la Luna de Lobos y el bosque temblaba. Movimientos pequeños y sutiles entre las matas tras ver pequeños puntos de luz. Con sus ojos acostumbrados le pareció ver unos ojos grandes y vacíos como los de las vacas que recordaba que hubo en la cuadra y luego entrevió una cuerna enorme que se desplazaba a toda velocidad con gran estruendo que murió repentinamente. El extraño y enervante grito de la raposa. Se sentía inquieta, casi asustada; una intrusa en aquel mundo y, sólo por un segundo, recordó lo caliente y cómoda que se estaba en la cama, sin sonidos, protegida de todo…

Entonces levantó la vista. Todo se olvidó, sabía porqué estaba allí. Su sombra dentro de sombra. Parecía haberse girado, parecía mirarla. Cruzó con cuidado el reguero asustando a las luciérnagas; por donde pasaba parecía oscurecerse, el sonido cesaba pero la sombra era cada vez más definida. No era exactamente una sombra ni una persona. Había ojos allí. Ojos viejos, muy, muy viejos en un gesto adusto. Una voz que sonaba seca y algo chirriante como cuando se hacía algo con la madera de las castañales.

Y la voz, que no estaba segura de poder afirmar si la escuchaba o si la soñaba, le habló de compromisos, de historias enraizadas en tiempos muy lejanos donde el oro despertaba lo mejor y lo peor, de errores y de redenciones, de pérdidas que no podían ser recuperadas. De condenas. De esperanzas

No supo ni cómo volvió a su cama, sólo que a la mañana sacó rápidamente los restos de hojas, candelas y pellizos para que no la descubrieran. Desde esa noche esa voz la acompañó, a veces más alta, cuando el ruido del mundo dejaba espacio;  a veces como un murmullo al límite del sonido y siempre que estaba en casa veía la sombra mirándola. Incluso adivinaba que el gesto se iba suavizando lentamente. Recordaba -o soñaba, no tenía importancia- ir y sentarse en una de las raíces del enorme tronco mientras aquella voz hablaba; como poco a poco podría haber descrito la extraña vestimenta que llevaba, sus sandalias de cuero claveteadas que dejaban marcas tan curiosas en el suelo. Incluso a veces el día a día era tan exigente y agotador que quedaba enterrado en la memoria pero nunca fue olvidado.

Siempre demasiado después consiguió volver; ahora nadie le diría cuándo entrar o salir, ahora recordó el viejo cuento de cuando era niña de la Fuente del Avellano que buscó y que no existía, del tesoro escondido y comprendió que era el momento y que sólo faltaba el lugar. Y recordó una niña jugando en un prado húmedo, imitando a los mayores, que sembraban. ¿Cuánto tiempo había esperado ese recuerdo? ¿Por qué no se había acordado antes? Arrebatada, corrió a buscar el lugar pero llegar fue difícil. Urces y zarzales habían crecido por todas partes y sólo se podía ir por los senderos revueltos que ciervos, corzos y jabalíes abrían en la maleza y el resplandor metálico de la tarde inundó el cielo para volverse púrpura oscuro.

La forma de aquella peña cercana al río pareció golpearle la memoria, era un recuerdo tan vivo como si hubiera sido ayer. El claro parecía mantenerse milagrosamente. Y allí, en un extremo…

El avellano había crecido en aquel rincón, sus raíces, siempre buscando, habían abierto un paso por donde el agua que había desaparecido de otras partes llegaba fuerte, alegre y clara. El lecho del pequeño torrente brillaba con aquel tono entre negro y dorado  antes de unirse al río. Al lado, entre las sombras que había allí incluso al mediodía, se encontraba un viejo conocido, hubiera reconocido esos ojos en cualquier parte. El viejo cuento se había completado.

Y cuentan que ahora hay un sendero entre la maleza que sólo se ve cuando las luciérnagas iluminan, y que en ese sendero algunos, a veces han visto dos sombras, caminando hacia el río, que el río parece cantar más alegre, que la luz bajo la vieja castañal es más brillante,  que cada otoño da más castañas y más dulces que el anterior.

Y un niño cuenta que ha visto dos sombras bajo la castañal, y le han metido un broncazo de impresión por pasar la noche mirando por la ventana en vez de dormir. Y ese niño cada otoño recoge, sin saber cómo lo hace, las mejores y más dulces castañas que caen, y de día trepa al enorme tronco, y muchas veces se esconde en el corazón hueco del árbol donde los otros niños no se atreven a entrar. Dicen que es el niño más feliz que han visto en mucho tiempo, y que tiene demasiada imaginación.

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